Esta portada del periódico El Norte representó uno de los mayores chascos de toda mi carrera periodística. Veinte años después vuelvo a verla y aún siento la patada de la desilusión, propia del futbolista que acaba de anotar un golazo y celebra frente a la grada quitándose la camiseta, sin reparar en que el árbitro ha anulado la jugada. El 19 de abril de 1998 fue un quieto Domingo de Pascua en Nuevo León, en donde la gran noticia eran los incendios que devastaban Chipinque y las sierras del sur. En mi calidad de reportero novato, debía trabajar en Semana Santa y cubrir los descansos de los compañeros más veteranos que tenían el privilegio de vacacionar en esos días. Aquel abril acabé apestando a humo y chamusque. La única noticia eran las quemazones forestales y allá me la pasaba yo, corriendo detrás de los bomberos, los soldados y los no pocos voluntarios que combatían el fuego. La tarde de ese domingo tomé una foto interesante: acostado en la tierra, enfoqué a unos soldados que escalaban con cuerdas sobre una ladera ennegrecida en donde se apreciaban los troncos quemados. Mi cámara era una Nikkon de rollo y en aquella prehistoria digital, no sabías cómo te había salido la foto hasta que era revelada en el laboratorio. Para mi gran sorpresa, la imagen gustó mucho a los editores y la seleccionaron para ser portada no solamente de El Norte, sino de Reforma. Si firmar la nota de ocho como reportero era complicado en aquel periódico donde la competencia interna era descomunal, colocar una foto en la portada sin ser un fotógrafo era algo más que una hazaña. Poco después de las diez de la noche salí de la redacción en la calle Washington, luego de haber visto en la computadora la imagen de la portada del periódico tal como saldría dentro de unas horas, con mi foto como dueña absoluta del espacio. Me fui a dormir con la satisfacción del deber cumplido, preparándome para celebrar mis 24 años de vida con mi primera foto en una portada nacional. La hiel del infortunio cayó sobre mí al amanecer, cuando el periódico del 20 de abril me arrojó sin piedad la carota de Octavio Paz. El gran Tlatoani de la literatura mexicana había tenido a bien morirse casi a las once de la noche, justo cuando la portada con mi foto estaba por entrar a prensas. Ahora, el creador de La llama doble era amo y señor de la primera página y mi foto de los incendios yacía refundida en el laberinto de la soledad de las páginas interiores. Creo ni Bolaño, ni Santiago Papasquiario y ni el mismísimo Yépez odiaron tanto a don Octa como lo odié yo esa mañana. Con una hora más tarde que hubiera tenido a bien morirse, mi foto habría sido alzada en las manos de los voceadores en todo el país. Mi incipiente carrera de fotógrafo murió esa mañana. La peor noticia fue que entonces me dediqué a escribir.
Thursday, April 19, 2018
<< Home