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Inmerso una parálisis contemplativa, miraba el rojo de las nubes desparramarse sobre el cielo y el mar, fundido con los mantos de los peregrinos y las sombras de las tumbas. Cada sombra se iba desvaneciendo hacia el punto de fuga mientras yo sentía diluirme en la levedad inmaterial y en ese dulce guiño del absurdo que de pronto nos arroja una intuición: todo esto es un sueño. Así me siento desde aquella tarde y desde entonces hay una certeza que no me abandona: tú, al igual que yo, estás soñando este instante, pero no nos basta con despertar. Somos el sueño de otro. Alguien más nos sueña, pero ese alguien ya no despierta.
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Uno queda bocabajo en el césped; el otro alzando un puño mientras salta. Sus vidas congeladas para siempre en ese instante. Y el noticiero seguirá, brincando de un tema a otro, mientras la imagen en blanco y negro se reconstruye en algunas cabezas y alguien a medias comenta la muerte del viejo, que aguantó fuerte como roble y la vida seguirá, arrastrando en su torrente lo fugaz y lo eterno.