De la misma forma que un hombre puede encontrar una mujer con la que se da una forma de comunicación y entendimiento ontológico que va más allá del lenguaje, existen equipos de futbol que funcionan como un cuerpo de once extremidades con un acoplamiento casi telepático. En la historia del deporte son más comunes los jugadores superdotados que los equipos perfectos. El auténtico futbol asociación, la responsabilidad compartida, el ritual del once para uno y uno para once, es algo por desgracia atípico. Así existió la mítica Hungría del 54, o la Naranja Mecánica del Mundial de Alemania, equipos de leyenda que paradójicamente tuvieron que conformarse con subcampeonatos, ambos ante escuadras germanas técnicamente inferiores. Ahí están el Milán de Gullit y Van Basten de 1989, el Madrid de la Quinta del Buitre, el Boca de Bianchi en 2001 o el Barcelona de Pep Guardiola. Un gran equipo es un accidente tan atípico como el más bello arcoíris. Es una verdadera alineación de astros donde basta un factor en contra para que todo se haga pedazos. Los grandes equipos suelen durar poco, no más de tres años. No basta con juntar a once distintos jugadores superdotados, sino juntarlos en el momento exacto y adecuado de sus vidas y sus carreras. Hacerlo un año antes o un año después puede echar todo por la borda. Un gran equipo es una conjunción de psicología, estado físico y mental. A veces, por no decir con frecuencia, los futbolistas pasan por la vida sin haber encontrado jamás ese gran equipo, como hay gente que muere sin haber encontrado jamás a su gran amor.
El Barcelona de Messi, Iniesta y Xavi es posiblemente la más perfecta máquina de futbol que he visto en mi existencia. Lo que en definitiva no estaba en mi presupuesto, fue verlos caer de esta manera. Más allá de la evidente superioridad del Panzer bávaro y de lo estridente del marcador, lo que verdaderamente me sorprende fue la actitud de los catalanes. Barcelona entró muerto al campo de juego. Pienso que ni Tito Vilanova, ni los once jugadores, ni los 95 mil aficionados en el Camp Nou, llegaron siquiera a considerar que la remontada fuera posible. El estadio estuvo apático y callado. El enfermo terminal entró siendo ya un cadáver al quirófano. Barcelona jugó desahuciado, como un zombi, como si cumplir ese tedioso trámite de 90 minutos para redondear su eliminación le resultara una carga insoportable. El estadio de Les Corts estaba callado, aburrido, cumpliendo con ver a los bávaros paseando cómodos por la cancha. Todos los héroes caen. Aquiles murió por el flechazo de Paris en su talón; Julio César acuchillado por los conspiradores en el Senado; Napoleón sucumbió en Waterloo. En la caída de todo héroe hay drama. Puede haber traición, perfidia o un error monumental, pero el héroe suele caer con la cara al sol, con dignidad y coraje, peleando hasta el último aliento como peleó ayer Real Madrid (por más mal que nos caiga, debemos reconocer que murieron en la raya como el mejor gallo de pelea) Lo que yo nunca había visto, es a un equipo de leyenda cayendo con el patetismo y la pasividad con que cayó Barcelona. Los culés llegaron cabizbajos al altar de sacrificios, resignados a su condición de víctima. El futbol es juego, pero también estado de ánimo, psicología. Los rostros de los catalanes no mostraban coraje, furia ni tristeza. Solo mostraban resignación. Si Bayer hubiera pisado un poco el acelerador les hubiera colgado sin problemas un 0-6 en el Camp Nou sin problema alguno El autogol de Piqué lo resume todo. Creo que un equipo chico le hubiera dado más batalla a los alemanes. He visto a los grandes caer, pero nunca, lo que se dice nunca, había visto a un equipo de fantasía entregarse en forma tan patética sin siquiera meter las manos. En la caída del más fantástico de los gigantes, ni siquiera hubo derecho a la épica.
Thursday, May 02, 2013
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