Nuevo León cumple dos siglos
Este día Nuevo León cumple 200 años como estado
libre y soberano. Se dice muy fácil y cualquiera pensaría que estamos
celebrando la firma de un ordinario decreto burocrático, pero el que hoy mi
estado natal exista y se haya convertido en lo que es, no deja de parecerme un
milagro de aquellos. Vaya, si analizamos la baraja de posibilidades, nos tocó
la más improbable y en apariencia menos favorecedora. Podríamos haber sido una
descomunal provincia norestense, habernos
escindido en una republiquita mostrenca o ser absorbidos por los siempre
hambrientos Estados Unidos. Cualquiera de esas era más factible, vistas las
circunstancias.
Un judío converso de origen portugués llamado Luis
Carvajal y de la Cueva llegó en 1582 con la encomienda de colonizar 200
descomunales y desiertas leguas de tierra árida y baldía. Pobló el terruño con
migrantes tlaxcaltecas y judíos perseguidos. Nuestro escudo era un leoncito blanco con fondo
rojo, muy similar al que hoy usa el fosfogober Samuel. Dos siglos y medio después,
durante el efímero Imperio Mexicano de Agustín de Iturbide, nos convertimos en
Provincia Interna de Oriente y territorialmente abarcábamos lo que hoy son los
estados de Texas, Coahuila, Tamaulipas y Nuevo León. Un verdadero animalón norteño
de cortísima vida. Mucho de lo que hoy somos como República, se definió en los
apasionados debates entre mi paisano Fray Servando Teresa de Mier y el Comanche
Ramos Arizpe. Tomando en cuenta que el país era como un niñote gigante apenas
destetado de la gran ubre imperial española, Padre Mier creía que debíamos mantener nuestra vocación típicamente
centralista, pero el Comanche, diputado en las Cortes de Cádiz, regionalista
por vocación y admirador de la Constitución gringa, creía
en el federalismo a ultranza y se pronunció por fragmentar la descomunal provincia
en cuatro estados. En el reparto del pastel, por cierto, nos tocó la pieza geográficamente
más jodida de todas: sin salida al mar,
sin frontera y sin conexión con el camino real que llevaba a la Ciudad de
México. Aislados y encajonados entre montañas, elegimos a nuestro primer gobernador
constitucional, José María Parás (el chozno del Nati), lanzando una moneda al
aire, porque la elección en el primer Congreso local la empató con Antonio
Rodríguez, quien provisionalmente gobernaba el recién partido territorio.
Durante buena parte del Siglo XIX nos mantuvimos despoblados y en virtual
aislamiento, rehuyendo las veredas infestadas de bravos apaches y sanguinarios
bandoleros. En 1840 fuimos por unos meses República del Río Grande con capital en Nuevo Laredo y con Canales como caudillo. Los gringos pusieron su bandera en el Obispado en 1846 después de
una heroica defensa y me sigue pareciendo un milagro que no nos hayan abducido.
Con Santiago Vidaurri, el gran enemigo de Juárez, germinó el primer embrión de
nuestra revolución industrial que se consolidaría con Bernardo Reyes como
gobernador e Isaac Garza como primer gran caudillo empresarial. Nació la
fábrica de hilados La Fama, luego una cervecería; luego una vidriera para envasar
la cerveza en botellas; luego una acerera para ponerles corcholatas, luego un chingo de sueños guajiros como una planta de autos eléctricos y un nuevo estadio para Tigres que a la
fecha no dejan de ser una ficción y el resto es historia colegas. Confieso que
me costaría horrores adaptarme a volver a vivir ahí y pienso que la mejor decisión
de mi vida fue autoexiliarme, pero aún así le guardo un gran cariño a ese
improbable terruño que me vio nacer. Felices dos siglos mi Nuevo León. Aunque
mejor de lejitos, pero sabes bien que te quiero un chingo.