Cuando volvamos a ser lo que éramos
Lo decimos
y escuchamos todo el tiempo, tanto, que se ha vuelto un lugar común: “ya cuando
todo esto pase nos volveremos a juntar y
entonces…” A punto de cumplir un año en pandemia aquello empieza a sonar como
utopía. Cuando todo esto pase, cuando la mentada vacuna empiece a hacer efecto
en serio, cuando estos meses sean solo un recuerdo. ¿Llegará el momento en que estos tiempos sean
ayeres? Sí, sin duda llegará y también esto pasará, pues esta pandemia no puede
ser eterna. ¿Y volveremos a ser lo que éramos? Eso sí lo dudo, pues a lo mejor hay
cosas que cambiaron para siempre y nunca volverán ser iguales. Vaya, ni
siquiera nosotros somos los mismos. Al tiempo le gusta disfrazarse de
contradictoria dualidad y aún no sé si febrero de 2020 fue ayer o transcurrió
hace un siglo. El calendario me dice que han pasado doce meses y que ya
entonces se empezaba hablar con cierta insistencia del virus chino que
irremediablemente irrumpiría, aunque nuestro mundo aún giraba. En aquel febrero
tan lleno de presagios, emprendí una pequeña gira de promoción de mi libro en
Ciudad de México y Guadalajara. A nadie se le ocurría pedir un cubre- bocas
para subir al avión y no dudábamos en estrechar manos, dar abrazos, saludar de
beso a las mujeres. Hoy todo ello me padece tan lejano, tan de otra época.
Pronto el cerebro aprendió a activar una alerta de terror ante lo que hace muy
poco era ordinario. Hoy me parece inconcebible y me genera una terrible
inquietud el hablar con un extraño que no lleve la boca cubierta y siento
ñáñaras cuando abro una puerta o toco una superficie en un lugar público.
Alguien podría llamarle obsesión, hipocondría, pero hay tantísima muerte a
nuestro alrededor, que ninguna precaución me parece exagerada. La semana pasada, nada menos,
murió Arturo Escamilla Hurtado, un colega comunicador con quien en alguna etapa
de la vida me tocó coincidir casi a diario, cuando yo cubría como reportero el
XVIII Ayuntamiento de Tijuana. La semana antepasada murió el poeta Iván Trejo, con
quien coincidí en la época en que acudía al taller de Rafael Ramírez Heredia en
la Casa de la Cultura de Nuevo León. No exagero si digo que cada semana muere
alguna persona conocida y nunca he perdido de vista que yo puedo ser el
siguiente. Por ello me cuesta tanto trabajo creer que volverán los días en que
podía estrechar más de cien manos durante un peregrinar de feria de libro o
beber en un bar atestado como el Husongs de Ensenada hombro con hombro con
extraños o cantar a grito pelado en un concierto de rock entre una lluvia de
saliva y sudor o gritar gol en un
estadio abarrotado sin sentir ningún tipo inquietud. En los últimos once meses
mi tacto hacia otro ser humano se limita a mi esposa y mi hijo. Dicen que la
cultural calidez del mexicano se refleja en que somos muy dados al abrazo por
cualquier pretexto, al apretón fuerte de manos y a la palmada en el hombro,
pero a lo mejor eso tendrá que ir quedando atrás. Claro, puede ser que cuando
esta pesadilla vaya quedando en el olvido sintamos unas ganas enormes de reunirnos y
abrazarnos y de pronto irrumpa una repentina fiebre por lo gregario, pero al
menos hasta este día, un chip neuronal se ha movido y a veces pienso que será
para siempre.