No acostumbro plagiar aquí lo escrito por otras personas. Con mis palabras e ideas me basta y sobra, pero este artículo de David Toscana publicado en Milenio me parece demencialmente chingón y refleja absolutamente lo que pienso. Siempre he dicho que si vivo 80 años y de aquí al día de mi muerte no vuelvo a ver una película y no vuelvo a pararme en el cine, no hay problema alguno ni lo extrañaría en lo más mínimo. A mí el cine me vale madre y me tiene sin cuidado. Con mis libros tengo para ser inmensamente feliz. También he dicho que de no ser por mi cada vez más controlada y moderada adicción por el futbol, podría vivir sin tele. No soy un homo videns ni estoy en el inventario de la sociedad teledirigida. La letra siempre superará al video. Cinéfilos, id a chingar a vuestras madres. DSB
Esta semana volví a toparme con alguien que dijo lo que se ha repetido incontables ocasiones: “Una imagen dice más que mil palabras”. Allá los fotógrafos, si quieren creerlo. Allá los que prefieren el cine a la literatura. Allá la televisión, que promueve la idea de que lo que no está filmado no existe.
Pedro Páramo tiene alrededor de 33 mil palabras. En 1967 y 1978 se filmaron sendas películas basadas en esta novela. A veinticuatro cuadros por segundo, entre ambas suman algo así como 320 mil imágenes. La relación es casi de diez a uno y, sin embargo, las palabras de Juan Rulfo dicen infinitamente más que las imágenes de Carlos Velo y José Bolaños.
Lo aseguro aunque no vi esas películas, como tampoco vi otros intentos más recientes por poner Comala en imágenes. Frente a las obras maestras de la literatura, el cine luce tan limitado como un borracho cuando trata de emular a José José con “El triste”.
En cierta ocasión el buen Senel Paz me quiso obligar a ver una película de don Quijote. Ante mi negativa y su insistencia, hice este pacto: “Si la novela comienza con una voz en off que dice ‘En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…’, apagamos el aparato”.
La película, luego de unos créditos que incluían a Camilo José Cela, comenzaba así: “En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…”. Y se seguía hasta lo del galgo corredor. Encima, me dio erisipela cuando el dueño de la voz en off decía: “…de los de lanza en perchero…”. Luego me pregunté si el narrador había leído correctamente y fue Camilo José Cela el que no supo transcribir o se creyó más listo que Cervantes. Ah, las vanidades del cine. Dios de la palabra escrita, líbrame de ese mal.
Yo no tenía que ser un brujo para saber que la película empezaría de ese modo. Ocurre que hay cosas, como ese inicio de novela, que sólo la literatura puede decirlas. Al cine no le alcanzaría ni con un millón de imágenes para decir algo parecido.
De Anna Karenina se han filmado al menos una docena de versiones. No sé cómo arranque cada una, pero ninguna podría asumir con imágenes el inicio de la novela de Tolstoi.
Sé que también se han hecho películas de La metamorfosis. ¿En qué convierten al pobre Gregorio Samsa? El bicho hecho de palabras puede conmovernos, pero un robótico y hollywoodense escarabajo al que se le notan los hilos debe ser algo lamentable. Y si el director termina convirtiéndolo en un simple hombre enfermo, quizá tuberculoso, entonces ya no es la obra de Franz Kafka, sino alguna baratura, y mejor habría sido aceptar de antemano la inutilidad del proyecto de cine.
La palabra también supera a la imagen porque no privilegia un sentido. La palabra se ve, se escucha y se puede palpar con las yemas de los dedos.
La palabra supera a la imagen porque la gente que lee cincuenta libros al año va acumulando inteligencia, sabiduría, conocimientos, capacidad crítica, agudeza. En cambio conozco gente que ve trescientas películas al año y se vuelve cada vez más tarada