Toda memoria es injustamente selectiva. Ninguna historia es capaz de dimensionar el tamaño del olvido y ningún personaje es capaz de gobernar los designios de la posteridad. Héroes o villanos colgados por la eternidad de un minuto; de esa absurda alineación de astros capaz de colocarnos en el momento y el lugar indicados que sellarán su pacto con el infinito. Tamaña injusticia no es solamente obra de la liturgia mediática y sus designios. Tu vida misma y lo que de ella crees recordar, son tres o cuatro minutos mostrencos; un olor, una melodía, una imagen pesadillesca. El primer beso torpe y baboso de tu adolescencia; el dolor de tu brazo partido en esa absurda caída; tu premio de empleado del mes en McDonalds; la muela arrancada por un dentista tosco; tu hijo chorreado fluido de placenta en la maternidad; el médico advirtiéndote de las maldades de esa enfermedad crónico-degenerativa que va a matarte. Tú recuerdas eso, pero ante unas cuantas personas para las que tu cara y tu nombre pueden llegar a significar algo, lo que sobrevive es una anécdota aun más absurda: unas palabras estúpidas que no recuerdas haber pronunciado (y que tal vez ni siquiera pronunciaste) una travesura ridícula o tu pelo ingobernable en la foto de grupo que te recordará ese compañero de la secundaria a quien muchos lustros después encontraste en un elevador. Y la vida es eso: un océano de olvido, un cofre de anécdotas que yacen refundidas en algún pozo del subconsciente. El irremediable naufragio de la memoria que algunos intentamos sin éxito conjurar mientras desparramamos palabras.
Wednesday, May 08, 2013
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