Eterno Retorno

Thursday, January 02, 2003


Hacer una novela a cuatro patas es más que un sueño guajiro o una pachequez dominguera. Pero Mario Bellatin casi lo logra con nosotros en aquel septiembre de 2001, días antes de que le rebanaran el orto al Imperio. De no ser por nuestra natural indisciplina, hubiera salido algún buen producto. Sea como sea, ahí va mi parte mutilada, que por casualidad encontré en los archivos. DSB

En realidad empecé a morir desde la primera vez que soñé con los ojos del Señor Liang. Eso fue hace algún tiempo. Tendría seis o siete años y la única visión que hasta entonces había tenido de su rostro, era la fotografía que mi madre guardaba en una caja de bambúes.
El Señor Liang vestía uniforme militar y aparecía con un par de medallas de guerra. Pero lo que más me impresionaba de la fotografía era la expresión de sus ojos. No podría describirla. Más allá de la hierática expresión que no había visto en ningún otro hombre, la imagen de los ojos del Señor Liang no podía salir de mis pensamientos y cada momento del día sentía que estaban sobre mí.
Cuando empecé a tener el sueño ya no sabía si el pavor era superior a la atracción. Yo entraba por la tarde a la habitación de mamá cuando la casa estaba sola y tomaba en mis manos la cajita de bambúes para ver la foto del Señor Liang. Pero en lugar de la fotografía, al abrir la caja encontraba los ojos del Señor Liang posados sobre los míos. Así permanecía, como hipnotizada, durante largos instantes hasta que de repente los ojos desaparecían y los sentía deslizarse por mi vientre. Eso me producía escalofríos hasta que sentía llegar los ojos a mi vagina. Entonces venía un sobresalto y sentía como los ojos se transformaban en filosas puntas que se introducían en mí desgarrándome por dentro. El dolor era insoportable. En ese momento, invariablemente despertaba.
El sueño se repetía y creo que no pasó una sola semana de mi infancia sin que despertara aterrada sintiendo los ojos navaja desgarrando mi vientre. Pero a partir de aquella última tarde que pasé en los arrozales se repitió invariablemente cada noche.
Yo tenía 17 años. Mamá me lo había confirmado la noche anterior; El Señor Liang espera que vayas a hacerle compañía cuando mi hermana muera.
Desde que Papá murió cuando yo era una niña se me dijo que cruzaría al Otro Continente. Algunas veces mama hablaba de su hermana mayor y de su marido el soldado Liang, que en los años anteriores a la guerra habían embarcado huyendo de los tribunales de guerra que lo habían condenado a muerte por traición. Años mas tarde enviaron aquella fotografía del Café Nuevo Siglo, que Mama guardaba en su caja de bambúes. Siempre se me dijo que llegaría el día en yo viviría en esa casa roja situada a la orilla del mar, junto a una barda de hierro, que según explicaba el Señor Liang en su carta, marcaba los limites del Imperio. Pero fue hasta esa noche en que regresábamos de los arrozales cuando me dijo que el día de mi partida había llegado. El Señor Liang se ocuparía de todo.
II
Cuando abandoné la casa todo fue oscuridad. Primero fue la cajuela del auto compacto en la que viajé de la aldea hasta el puerto. El auto lo conducía un hombre que había visto algunas veces vendiendo herramientas en el mercado y su madre, una anciana que de vez en cuando visitaba nuestra casa para traer encargos de la ciudad. El hombre apenas cruzó palabra conmigo y la vieja se limitó a decirme que estuviera tranquila, pues nada pasaría.
Ignoro como lograron evadir los retenes y entrar sin salvoconducto en la zona del Puerto. Cuando la cajuela se abrió, estaba frente a una casa gris donde me hicieron entrar de inmediato. Llegué a una habitación sin ventanas en donde aguardaban ocho mujeres de edades diversas.
Perdí la cuenta de los días que pasamos ahí dentro. Fue hasta una madrugada de invierno cuando la vieja que me había traído en el auto compacto entró a buscarnos. Tomamos nuestras pocas pertenencias y subimos a un camión de carga. No vi el mar y apenas pude olerlo. Cuando amaneció estaba dentro de la cocina de un barco de la marina mercante rusa. El costo de mi viaje intercontinental sería pasar más de 13 horas destazando peces. Pasé los primeros tres días luchando contra la náusea y el mareo. No tuve un instante para salir a cubierta. Apenas escuchaba las voces de los marinos hablando lenguas extranjeras.
Una noche que amenazaba tormenta, algunos de los marinos descendieron a la cocina. Yo hervía el agua para el té, mientras los marinos jugaban. Ni siquiera les dirigí una mirada, pero me inundaba su olor a sudor y vísceras animales.
Solo recuerdo los gritos y risotadas para mí incomprensibles. De repente escuché un alarido y solo alcancé a ver de reojo una sombra que se dirigía a mi. No me di cuenta en que momento se fundieron las luces de la cocina. Solo recuerdo el sonar de metales ante el bamboleo del barco y el hedor de su piel lija. Ahí, sobre la mesa de la mesa de madera donde yacían desparramadas las entrañas de los peces que había destazado esa tarde, sentí como si los ojos espada cortaran en dos mi cuerpo, solo que esta vez los míos no estaban cerrados. Al entrar los primeros rayos del amanecer, yo estaba desnuda tendida sobre la mesa, entre manchas de sangre y pedazos de pescado. Ni siquiera pude ver su rostro.
Por fortuna vino después la fiebre y el resto del viaje transcurrió entre alucinaciones. No recuerdo nada más que las voces que escuchaba como si estuviera en el fondo de un abismo y el sueño que se repetía con mayor intensidad.
Cuando la temperatura empezó a bajar, estábamos sobre la arena de una playa de lo que me dijeron era el otro continente. Ya no había sangre entre mis piernas, pero para mi desgracia, no volvería a haber sangre hasta el día de su nacimiento
Aun no llegaba el amanecer cuando estaba frente al Café Nuevo Siglo en cuya puerta trasera me esperaba la Senora Liang.
Solo aquella mañana de mi llegada el Señora se dirigió a mi y lo hizo para dejar en claro cuales serian la reglas de mi nueva morada. En tanto no muriera la Señora Liang, yo no podría tener nombre propio ni salir de las habitaciones traseras del Nuevo Siglo. Nadie, excepto el matrimonio Liang y los empleados de la cocina debía verme. Por las mañanas debería antender las labores de cocina que me indicaran los empleados. Al caer la tarde, debía subir con el te la habitación de la Señora Liang y hacerle compañía hasta que cayera la noche.
En la habitación de la Señora Liang había una pequeña ventana a la que solo podía asomarme subida sobre la mesa. Desde ahí podía oler el mar, aunque rara vez pude ver mas allá de un entorno gris. Algunas noches despejadas podía distinguir los reflejos que emanaban de las cúpulas del Imperio.
Fue precisamente una mañana que contemplaba el mar cuando sentí los primeros dolores. Sentí terror al imaginar que la Señora Liang conocería mi estado. Aunque no podía evitar gritar, nadie acudió en mi auxilio, excepto dos empleados de la cocina que me colocaron sobre la mesa de las verduras. Ahí escuché por primera y única vez su llanto. Ni siquiera pude tenerlo en mis brazos.
Volví a sentir fiebre. Otra vez estaba desnuda sobre una mesa de cocina con las piernas empapadas de sangre. De pronto tuve un escalofrío. Al volver la vista al umbral de la puerta vi los ojos del anciano Señor Liang postrados sobre mi vientre. Una hora después fui echada a la calle por uno de los sirvientes.