Paul Tibbets no conoció el remordimiento
Pienso en lo azul que debe
haber lucido el cielo de Hiroshima en aquella mañana de agosto. Un horizonte
pulcro e inmaculado en donde de repente destelló la silueta del Enola Gay.
Siempre me he preguntado ¿qué carajos había en la mente del piloto Paul Tibbets
segundos antes de accionar el mecanismo y dejar caer a Little Boy sobre la
ciudad? ¿Hubo alguna voz interior que lo hizo dudar? No, estoy seguro que no. Lo
único que hizo fue ponerse unos lentes oscurísimos pues sabía que el cielo
ardería y se iluminaría como si diez soles lo alumbraran al mismo tiempo. Tibbets
simplemente actuó y le bastó un movimiento para desatar la mayor y más contundente
e inmediata carnicería que ha conocido el planeta desde la caída del meteorito
que extinguió a los dinosaurios 65 millones de años atrás. Un solo movimiento y
antes de un minuto el azul del cielo se tornó rojo y negro. Aquello que la
teología cristiana llama el Infierno irrumpió en un instante. Más de 100 mil
personas despedazadas y unas 200 mil heridas mortalmente. Más de 60 mil casas y
edificios reducidos a escombros. Un solo movimiento y una temperatura de 1,800
°C. cubrió un radio de más de dos kilómetros mientras la sonrisa siniestra de
un demonio destellaba desde el hongo.
Dos veces hemos estado en Hiroshima
y las dos han sido en agosto, bajo un cielo limpio y desnudo de hiriente azul.
Nos sorprendió la pulcritud de la ciudad, la omnipresencia del verde, la
limpieza de su río, el mismo en donde se arrojaban miles de seres despellejados
con la carne ardiendo al rojo vivo.
Uno de los momentos de mayor
quietud, paz y plenitud espiritual que experimentado en mi vida entera,
irrumpió de madrugada en la isla de Miyajima, frente al Tori naranja de mar,
contemplando la costa de Hiroshima en el horizonte mientras el agua cubría mi
cuerpo. Estaba con Ikercho y le dije: ¿Puedes creer que aquí enfrente se
escenificó el peor Apocalipsis que ha conocido la humanidad? Aquella calma me
hizo pensar que hasta el peor de los infiernos puede quedar atrás y que siempre
habrá un árbol intentando brotar en medio de un cementerio radioactivo.
Hiroshima es el máximo ejemplo
mundial de resiliencia. Me sorprende la actitud tan serena con la que el pueblo
japonés narra esa tragedia, sin victimismos estridentes ni rencores, aceptando
los errores del delirio imperialista de Hirohito.
También me sorprende la total ausencia
de remordimientos o sentido de culpa en Estados Unidos. Sobre todo pienso en Paul Tibbets, quien vivió una larguísima vida de 92 años como para meditar sobre las consecuencias de su
acción Paul Tibbets murió tranquilo y santa paz en noviembre de 2007, cubierto
de medallas y con el grado de general de brigada. Un héroe de guerra. El hombre
que piloteó el avión y accionó el botón que hizo arder el peor de los infiernos,
dijo siempre no sentir ningún remordimiento y aseguró una y otra vez que de ser
necesario lo volvería a hacer. Así se mantuvo y así murió. Nadie nunca exigió justicia
ni fue a manifestarse afuera de su casa. De hecho su nombre no nos dice ni nos
trasmite nada al escucharlo. Era tan solo un disciplinado piloto de Illinois
que cumplía su deber piloteando a un avión al que bautizó con el nombre de soltera
su santa madre: Enola Gay Hazard.
Pienso en La banalidad del
mal, el ensayo que Hannah Arendt escribió después de cubrir el juicio de
Eichmann en Jerusalén. A Hannah le abominó la ausencia de remordimientos en Eichmann,
quien hablaba de sus crímenes con la parquedad de un burócrata que cumple una tarea
ordinaria y que asesina sin despeinarse solo porque cumple órdenes. La
banalidad del mal también pudo aplicarse a plenitud a Paul Tibbets, un
soldadito cumplidor que obedeció a sus jefes, aún cuando sabía perfectamente lo
que iba a hacer. ¿Qué habría pasado si un minuto antes Paul Tibbets era
asaltado por una crisis de conciencia o un repentino ataque de humana piedad?
Qué distinta habría sido la historia si en ese instante de decisión hubiera
dicho, “no, no lo haré” y acto seguido se arrojara al mar con todo y su avión
hundiendo la bomba y salvando a más de 100 mil personas. Pero no, Paul Tibbets
no tuvo piedad y nadie nunca le exigió cuentas. Cumplió con su deber burocrático
y a diferencia de Eichmann no fue juzgado como criminal de guerra. ¿Por qué?
Porque Paul Tibbets estaba del lado “políticamente correcto” de la historia y
por eso pudo morirse en paz siendo un venerable anciano condecorado. En la
tabla de valores de la historia, Hiroshima nunca será equivalente a Auschwitz.
Pero tampoco debería
extrañarme. Mientras yo escribo estas palabras varios niños están siendo
matados de hambre en Gaza y si algo puedo asegurarte, es que Benjamín Netanyahu
jamás pisará una cárcel como el criminal de guerra que es y morirá de viejito
en su cama, sin ningún remordimiento y con la conciencia tranquila de haber
hecho lo correcto al igual que Paul Tibbets. Los privilegios de estar del lado “correcto”
de la historia.
Hace 80 años ardió Hiroshima
como después ardería Nagasaki. Hoy arde Gaza, cada cierto tiempo arde Kiev y yo
me he resignado a que habrá guerra en el mundo mientras haya humanidad.
Aprendimos a afilar rocas y a guerrear mucho antes de aprender a comunicarnos.
Cuando aún no éramos capaces de improvisar algo parecido a un lenguaje, ya
sapiens y neandertales nos despellejábamos con piedras afiladas y palos
puntiagudos. El ansia bélica ser eterna como el impulso sexual y la manía de
inventarse dioses protectores e iracundos. Sí, la guerra es infinita como el
universo, pero hasta en el peor baldío nuclear vuelve siempre brotar un árbol.